miércoles, 29 de abril de 2009

Cuando una pequeña cosa se va


Ya conocéis mis platos de diario, esos blancos con florecitas que salen en casi todas mis fotos, por ejemplo en la mesa del balcón que está unos posts más abajo. Desde hace tiempo venimos hablando de cambiarlos porque han quedado pocos y opacos. La semana pasada nos entusiasmamos con una oferta de Carrefour y compramos unos nuevos, de colorines para que alegren la cocina. El problema es que ahora tenemos los dos juegos porque no nos decidimos a tirar los viejos.

Aquellas pequeñas cosas, dice Serrat, Cuando un amigo se va, canta Cortez. ¡Si sólo son objetos!, nos repetimos mi marido y yo. Pero los platos floreados siguen ahí, en la mesa de la cocina.

En 1990 llegamos a Italia con tres hijos y sin trabajo. Nuestra casa era la más fea del barrio, pero nuestro barrio era el más bonito del pueblo y nuestros vecinos eran ángeles. No es una metáfora: tuvimos el privilegio de vivir tres años en medio de los ángeles. En cuanto llegamos, y sin que lo pidiéramos, se movilizaron todos para ayudarnos. Nos golpeaban la puerta para darnos la bienvenida y preguntarnos qué necesitábamos. Alguien me sugirió hablar con el cura de la parroquia. "Pero no soy católica" le dije, y la otra persona soltó una carcajada y me dijo "espera a conocerlo".

Peppone era un joven rechoncho, simpático y literalmente arrollador, tenía una alegría interior que le iluminaba la cara y se transmitía a todos los que se le acercaban. El domingo siguiente, en la homilía, dijo que había llegado una familia de inmigrantes al barrio y que había que darles una mano entre todos. El martes me llamó para mostrarme la lista de cosas que le habían ofrecido: un mobiliario de cocina lujoso y completo, dos neveras casi nuevas, sillas, mesas, camas, roperos, cómodas y hasta una consola de estilo con tapa de mármol que lucía en mi saloncito como una princesa de incógnito.

Una señora mayor me llamó a su casa, se mudaba a otra ciudad y regalaba muchas cosas, me dio a elegir pero me recomendó que me llevara dos bandejas de horno de aluminio gruesísimo, "de ésas que ya no se fabrican". Tomamos café en su preciosa cocina, me contó cosas de su vida y, cuando me acompañó a la puerta, me dijo conmovida "le deseo que todo lo que se lleva lo tire muy pronto". Esa frase se me quedó en el corazón, junto con una inmensa gratitud. Ojalá pudiera contarle que, efectivamente, llegó el momento de regalar (que no tirar) todo lo que me había dado. Menos las bandejas de aluminio, que las conservaré mientras viva y las dejaré en buenas manos antes de marcharme.

Tiempos duros, trabajos de lo que venga, sueldos bajos y los ahorros que mermaban día a día. Pese a todo, Fano es el lugar que más he amado y los tres años que vivimos allá son los más felices que recuerdo. Porque eran los años de la esperanza. Y porque vivíamos entre ángeles, que es como vivir en el paraíso.

Cuando las reservas estaban casi agotadas, se hizo el milagro en forma de un nuevo trabajo, más gratificante en todo sentido. Nueva ciudad, piso bonito, nuevas posibilidades. Y una de esas posibilidades fue comprar un juego de platos, los primeros de recibo que tenía en Italia y los primeros de porcelana de toda mi vida de casada. Me gustaba abrir el mueble del salón y mirarlos, apilados, con sus fuentes y sus ensaladeras. Tanto miedo de pasar penurias y ahí, frente a mis ojos, tenía un juego de platos de porcelana.

Años después, ya en España, los relegamos al uso diario. Entonces me gustaba verlos en el mueble platero de la cocina, como si cada día fuese fiesta. Y ahora están apilados en la mesa, poquitos y, en mi fantasía, asustados. ¿Cómo hago para tirarlos, si son conquista y alivio, cumpleaños y navidades en familia, cenas con amigos, visitas de los hijos y, ahora, entradas del blog? ¿Si vienen juntando vida nuestra desde hace más de quince años?

Por eso la foto y por eso la historia. Ahora ya los puedo sacar a la calle.

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